DÉCIMO-QUINTO
DOMINGO DESPUÉS DE PENTECOSTÉS. Año A. Propio 19. Éxodo capítulo 14 versículos
19-31. Salmo 114. Romanos capítulo 14 versículos 1-12. Mateo capítulo 18
versículos 21-35.
La narración sobre el
paso de los hijos de Israel por el “mar
de las cañas” se enfoca en dos consideraciones que conocemos y que son determinantes para su interpretación.
En una de ellas es Dios (Yahveh) quien actúa por medio de su Ángel y de la nube
que acompaña al pueblo en su travesía por el desierto justo al salir de la
tierra de los faraones, en este relato el pueblo y su líder no intervienen
puesto que es Dios quien hace de forma brillante el trabajo necesario para la
liberación. En segunda instancia la simbología corre por cuenta de Moisés que
emplea los símbolos de presencia y autoridad que Dios le permitió tener “Moisés extendió su mano sobre el mar” (versículo
21) estamos ante una redacción de género
literario Sacerdotal porque como decíamos antes es Dios quien interviene
admirablemente. Los judíos recordaran lo sucedido aquellas horas y lo tildaran
como de la intervención de Dios su
guerrero, para constituirlo en un artículo obligado de sus creencias.
El agua se detiene bajo la Voluntad de Dios
dejando claro en esta escena que el poder de Dios se había revelado en favor de
la liberación de su pueblo, pues en
cuanto a la liberación su definición es amplia ya que la presencia de Dios no
solo los aleja de sus perseguidores sino que les enseña una cualidad o atributo de la Misericordia de
Dios hasta antes desconocida, su lucha es la lucha del pueblo. Escena que nos describe el Éxodo, alimenta la noción de pertenencia del pueblo y nos sirve
a nosotros para plantearnos nuestro propio éxodo el cual vivimos solo en la
medida en la que nos liberamos de tantas y tan variadas ataduras que nos
esclavizan y hacen perder la idea de la liberación de Dios en nuestras vidas.
Hoy existen muchísimos
bautizados presa de los modelos de referencia que les ofrece el mundo
(escenario hostil de nuestra Fe Cristocentrica) y que les esclaviza retirando
de ellas y ellos la Bondad de Dios ante el rechazo del que es víctima. Solo
Cristo es nuestro verdadero y único liberador, los demás referentes son
importantes como modelos a seguir pero solo Cristo es el amigo que nunca falla. Recorramos
con Fe y Confianza el camino de la realización de nuestra vivencia bautismal,
aquellos que pasaron a “pie enjuto” por en medio de las aguas son figura y
potencia de quienes hemos sido regenerados por el santo Bautismo.
Pablo
continua exhortándonos como el domingo anterior
(decimo-cuarto) no solo a escuchar y
obedecer el mandato de Cristo y el cambio sustancial de vida desde la dinámica
de la Fe sino también a servir de sustento para los “débiles en la Fe” es pues,
imperativo categórico y de lugar acoger y no escandalizar como han ser considerados los bautizados que se acercan tanto a la
congregación como a nuestras vidas. El testimonio se constituye en un baluarte
que robustece y conforta a quienes débiles en la Fe como es natural buscan a la
Iglesia. No es el rito solamente es la convicción de cada bautizado la que
plasma los misterios de la salvación y les hace tomar forma y ser visibles. De lo anterior se desprende por si sola la
tesis sobre la necesidad de la formación
e ilustración conveniente de la Fe cristiana, nuestra conciencia debe ser
iluminada por la Gracia de lo contrario tanto nuestra espiritualidad como el
contenido ético-moral de nuestros actos desdibujará la presencia de Dios en
cada bautizado y confirmado.
El privarse de ciertos
alimentos es conocido en las tradiciones tanto judías como griegas, solo por
citar la cultura de los esenios, los pitagóricos y también los Estoicos que
encontraron en la mortificación una manera de fortalecer la voluntad humana.
Sobre los alimentos y el vestuario miremos las enseñanzas evangélicas sobre la
vida de Juan Bautista. Lo que debe primar es la caridad ante todos y sobre
todos en la vida de nuestras congregaciones, no olvidemos una primicia, la Iglesia es un hospital para enfermos de
todo tipo y quienes más le buscamos sin duda somos los más necesitados de su
perdón y misericordia.
El Evangelio Mateano nos ofrece una “enseñanza ejemplo” del Señor
frente a la imperfección moral de los judíos de su época, la pregunta de Pedro
sobre el perdón es respondida desde la perspectiva de Dios
y de Jesús. El perdón como
fundamento de todo proceso de reconciliación y liberación no es una opción es
una necesidad y sin su satisfacción es poco probable ser liberado o sanado
integralmente. La cifra que potencia el Señor de setenta veces siete contrata grandemente con el perdón judío que no
superaba las siete veces. El perdón es un ejercicio mutuo que involucra
a los cristianos sin distingo alguno. El perdonar es fruto de la presencia de
Dios en la vida del bautizado que le permite reconocer el deber moral de
perdonar.
El amor de Dios está por
sobre cualquier cifra sin importar su cuantía o valor. El perdón es
esencialmente hablando una absoluta necesidad y sin él no se crece en la Fe
cristiana. Para que el perdón se materialice el creyente debe vivirlo siempre y
literalmente dejar todo aquello que puede atarle al pecado o a la enfermedad o
simplemente a la perdida por mínima de paz que se presente. No es negociable
eso implica que no estará solo en nuestras manos es uno de los dones de la
Resurrección del Señor, así lo confiere a sus discípulos y por medio de ellos a
todos nosotros. El Evangelio la escoge precisamente para ilustrar la dificultad
de perdonar (aunque no sea muy alta la deuda) sino estamos identificados plenamente con
Cristo y la realidad espiritual. Recordemos que el perdón es parte fundamental
de nuestra experiencia con el Dios vivo. Precisamente para perdonarnos Cristo
nos compró a un altísimo precio. El bien es consecuencia de la actitud de
perdonar ya que sin esa condición es muy posible que el bien pierda su
significación y sea absorbido por el deseo de venganza o la imposibilidad de
perdonar y ser libres. La injusticia que se comete no retorna vacía se lleva
consigo todo lo positivo de nuestras vidas.
El denario era la moneda de plata romana acuñada desde el año 260 a.C y era considerada no solo un
medio de pago sino también de poder y sacralidad. Sin duda la cifra de 100
denarios era muy alta en su época, en la actualidad equivaldría a no más de $3.570. Pesos dominicanos.
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