miércoles, 11 de abril de 2018

TERCER DOMINGO DE PASCUA...


TERCER DOMINGO DE PASCUA. Año B. Hechos de los Apóstoles capítulo 3 versículos 12-19. Salmo 4. 1 Juan capítulo 3 versículos 1-7. Lucas capítulo 24 versículos 36b- 48.  



El llamado quinto evangelio nos presenta el denominado Discurso Paradigmático de Pedro, donde el bautizado reconoce por boca de este Apóstol a Jesús como el siervo doliente de Yahveh en la profecía Isainiana y ve en su sacrificio la reparación  y regeneración de nuestra condición dañada por el pecado. Pero con todo ello, Dios le concedió la absoluta y poderosa  glorificación al resucitarle de entre los muertos. Los términos que asocia Pedro con el resucitado son solo abrogables a Dios. Recordemos que el propio Dios en la tradición judía es el Santo. Dux vitae mortuus regnat vivus-  o su traducción al español- El que murió reina. Sin duda para Pedro queda claro como para los cristianos primitivos el término de la pasión y muerte del Señor, ellos están absolutamente convencidos de esta realidad de índole salvífica y saludan argumentando la Resurrección del Señor como cabeza y jefe de esta nueva cosmovisión religiosa. La postura petrina no se limita solo al anuncio también pide un cambio de actitud que pueda ser coherente con la presencia  transformadora de Cristo en la naciente Iglesia y en cada bautizado.

El creyente está llamado a vivir según este anuncio de la Resurrección del Señor y se ha de convertir en otro Cristo con la capacidad de materializar en su vida los postulados trascendentes del evangelio. Los apóstoles como institución son en sí los primeros depositarios de esta verdad salvífica y por extensión en nuestro presente, es un legado del bautizado. El paradigma de Cristo es su Resurrección, y el nuestro es Cristo por lo que la resurrección es en cada creyente una participación de la de Cristo.  Pedro ve la necesidad de ser concordantes con esta verdad y no limitarla solo a las acciones formales de la Iglesia sino llevarla con nosotros a la misma experiencia cotidiana. Cristo es tan palpable como nuestra propia materialidad y lo será en la perspectiva de la vida cuya centralidad es su Palabra. Cristo no solo derrotó a la muerte y al pecado junto, también a la incredulidad y dureza de corazón del ser humano en todas sus épocas. La tradición judía no es ya la tabla de medición de esta naciente Iglesia y su valor en el contexto de la revelación.

El salmo 4,  el Salmista manifiesta aquí  toda su gratitud para con su Dios, que dispuso su bien y la forma de vivirlo y percibirlo realmente conectado a su experiencia tanto espiritual como relacional. Es un bello ejemplo de absoluta claridad a la hora de reconocer como Dios es el Señor de la felicidad y la forma como la comparte con sus hijos por adopción. Miremos una muestra de ello:

Sabed que Yahveh mima a su amigo, Yahveh escucha cuando yo le invoco (versículo 4).  


 La búsqueda de Dios y todo su Amor es posible pero bajo figuras atenuadas, aquí la expresión de Fe toma la delantera y nos recuerda que es Dios y que su majestad no está sujeta a nuestros sentidos sino a su Voluntad Santísima de revelarla. Es también una maravillosa prosa que nos ubica en la dimensión del santo Bautismo y su Gracia. Somos sellados y sobre todo amados por Dios y en su presencia todo es paz y tranquilidad, lo mismo que los discípulos en las apariciones del Señor.

El mensaje Joanico es bien claro para nosotros, el pecado no es aceptable en la vida y obra de los bautizados, debemos vivir de forma distinta porque en Cristo somos distintos, es una primicia presente ya en el libro del Éxodo. Juan está hablando de un principio de comunión existente entre los bautizados y el Resucitado y esta comunión o vínculo esencial puede ser roto por el pecado que en última instancia se convierte en la negación del hecho salvífico como tal. Quien peca no conoce a Cristo por una razón fundamental en Cristo no hay pecado y la relación es santa con vocación de salvación, esto  último, es interrumpido por el pecado tanto personal como colectivo.


Mirad qué amor nos ha tenido el Padre para llamarnos hijos de Dios, pues ¡lo somos! El mundo no nos conoce porque no le conoció a él (versículo 1).
 


Para Juan el Amor de Dios es el nexo esencial de nuestra salvación, es su paradigma relacional, y une a este la enseñanza de la Iglesia primitiva gestada en el vientre apostólico. Vivimos bajo el influjo de la Gracia lo que nos insta convenientemente a vivir como resucitados y no como presa del pecado y la muerte. El mal simbolizado y casi que antropizado en el diablo es el contendor de nuestra nueva realidad y la diferencia es clara, renunciar al pecado.  Permanecer en Cristo es la única posibilidad de vivir de espalda al pecado y a la muerte definitiva. Juan ve con absoluta claridad las implicaciones de una relación contraria a la establecida por la Gracia en nosotros. Cuando aparece el pecado debe aparecer la capacidad de renunciar a él para restablecer esta comunión/comunicación con Dios.

La visión lucana, de los signos del resucitado nos lleva de regreso a las lecturas anteriores del evangelio de Juan. La Corporalidad  del Señor es de capital importancia para Lucas ya que su mensaje se dirige a los griegos y para ellos la construcción racional de la Resurrección no entra en sus categorías intelectivas. Por lo anterior el Señor acude a lo que ellos están observando y se remite a la experiencia material de su Gloriosa Resurrección. Miremos el Texto Sagrado de Tradición:

Estaban hablando de estas cosas, cuando él se presentó en medio de ellos y les dijo: La paz con vosotros. 37. Sobresaltados y asustados, creían ver un espíritu. 38. Pero él les dijo: ¿Por qué os turbáis, y por qué se suscitan dudas en vuestro corazón? 39. Mirad mis manos y mis pies; soy yo mismo. Palpadme y ved que un espíritu no tiene carne y huesos como véis que yo tengo. 40. Y, diciendo esto, los mostró las manos y los pies. 41. Como ellos no acabasen de creerlo a causa de la alegría y estuviesen asombrados, les dijo: ¿Tenéis aquí algo de comer? 42. Ellos le ofrecieron parte de un pez asado. 43. Lo tomó y comió delante de ellos (versículos 36-43).



Lucas nos deja la sensación (opinión de los santos PP. De la Iglesia latina) que todo ocurre el mismo día de su Resurrección, si establecemos una cronología no será tiempo espacial sino vivencial y trascendente…  Lucas toca el corazón del creyente en la misma dirección que lo hizo Juan en la Liturgia de la Palabra del domingo anterior (II de Pascua). La acción del Señor les recuerda la cotidianidad y hace de lo trivial un poderoso signo de vida y  por ende de presencia de Dios. Tal afirmación no es relevante ya que la vivencia de los  bautizados gira entorno a la presencia siempre actual del Señor, nadie puede pensar ni por un minuto que Cristo abandonó a su Iglesia siempre estará con nosotros hasta la consumación de los tiempos… Las acciones nuestras son el reflejo de lo que hay en el corazón, con esta expresión Lucana deja el autor en claro  la manera de esta presencia y nos remarca que el corazón será el habitad prefecto para el resucitado en una comunión  de vida ilimitada. Lo que no tocamos con el alma se diluye en nuestros sentidos.

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