miércoles, 19 de octubre de 2022

XX DOMINGO DESPUÉS DE PENTECOSTÉS.


XX DOMINGO DESPUÉS DE PENTECOSTÉS. Joel capítulo 2 versículos 23-32. Salmo 65. 2 Timoteo capítulo 4 versículos 6-8. Lucas capítulo 18 versículos 9-14.

 

PUBLICANOS O FARISEOS… Los fariseos eran cumplidores de la ley de Moisés, mientras que los publicanos eran conocidos como pecadores públicos, en una sociedad ritualista sin duda alguna que los primeros tenían todo a su favor mientras que los demás, en este caso, los publicanos eran vistos mal por todos. La humildad no consiste en vivir seguros de nuestros pecados sino en valorar en la justa medida todas nuestras acciones y su recompensa en orden a la superación de las taras o pecados que pueden esclavizarnos. Una actitud de vida que dimensione en justicia lo que en verdad somos nos permite caminar en busca de lo que aún no somos, es decir, de la posesión de un Reino eterno. Los discípulos actuales están encaminados a ratificar cada día y momento su opción por el Maestro en la concreción de su propia condición de vida. Estar de rodillas ante Dios nos permite ver con mayor claridad nuestra condición de absoluta entrega y dependencia del Dios amoroso. No es fácil buscar de esta manera entrar en la posesión de nuestra propia soberanía la cual es ratificada por la Gracia.

Aquel hombre (fariseo) se creyó el cuento de sus merecimientos personales, pero paso por alto la necesaria comunión con los que le rodeaban y de los cuales debía tener caridad y justicia. No siempre el ser buenos es suficiente cuando de ver al otro se trata. No siempre el suponer que estamos en lo correcto basta para encaminar a quienes comparten su vida a nuestro lado. La justicia del humilde brilla cuando este actúa movido por intereses que sobre pasan la praxis de valores y medios estrictamente humanos. Cuando el verdadero bautizado-discípulo vive su humildad es justo en ese momento cuando la Gracia lo transforma en criatura nueva. El orgullo nos hace vivir solo bajo nuestros propios estándares, tan difíciles de lograr para otros, puesto que nadie vive por otro, y mucho menos la vida de otros. La soberbia puede hacernos pensar que el mundo es solo como nosotros desde nuestra comodidad lo estamos observando. Aquel publicano seguro de sus limitaciones asumió un papel donde la responsabilidad personal se abre paso ante los devenires de la vida. Una responsabilidad que le permitió conocer sus propias limitaciones y buscar en Dios la Gracia para trasformar en fortaleza lo que antes por su ausencia era solo debilidad y postración. La humildad nos permite levantar la mirada al infinito y reconocernos libres de las presiones y estereotipos de la sociedad construida sobre bases efímeras.

 La condición del publicano que había tocado fondo le permitió reconocer su condición y buscar en Dios el remedio saludable a sus males y esclavitudes. Las esclavitudes que el discípulo actual puede identificar son los valores preconizados por el mundo y su permanente hostilidad al Evangelio de Cristo Maestro. No puede haber humildad sin contar con una vida espiritual profunda, no es posible asumir un mandato discipular sin antes no haber construido una relación para reconocer, tanto al que está enviando, como a la misión misma a la que somos enviados. La familiaridad con el Dios de la vida es indispensable para poder edificar en Cristo un Reino o vivirlo como sus discípulos actuales. Aquí la distinción es de tipo relacional más que cronológica.

Dar gracias por el otro nos ubica justo a su lado y nos permite sensibilizarnos de su propia condición, esto último, es vital para no emitir juicios sobre su naturaleza como lo hizo aquel cumplidor de la ley mosaica. Los discípulos en esta y en todas las épocas deben tener delante de si la contundente respuesta del amor ante la ley y también ante cualquier forma de compromiso. Solo el amor da valor real a todo cuanto nosotros estamos haciendo por nosotros y por quienes están a nuestro lado, el discipulado actual es vivo y dinámico y es también una bella manera de trabar relaciones sanas en el mundo y su realidad. El discipulado edifica este tipo de relaciones con una profundidad que solo puede brotar de la oración y meditación diarias de la Palabra de Dios.

La justicia a la que somos llamados no se viste con trajes extremadamente llamativos, sino que se adorna de las virtudes y valores que hemos cultivada en el diario acontecer. La justicia ante el otro debe moverlos a actuar con absoluto dominio de nuestro ser. La soberbia es fácilmente diagnosticada particularmente cuando no resistimos que otros sean felices o exitosos y este sentimiento mina sin que nosotros nos demos cuenta la imagen del Dios vivo en cada uno de los bautizados. El verdadero tributo no es la ley sino el amor que nos mueve a cumplirla y con ello estamos asegurando la inclusión del orden social y cultural donde vivimos.  El cristiano-episcopal, es un cumplidor amoroso de sus deberes tanto con el que está a su lado como del grueso del colectivo humano. Dios hace justicia y todo lo que obra lo hace con amor y pensando en el fin último de nuestra relación con Él. Caminamos pues entre distintas situaciones que nos confrontan, pero el proceder en orden y coherencia es solo para quienes han vivido de cara a su realidad espiritual. El amor de Dios es lo que en verdad nos justifica ya que estamos impedidos por nuestra personal condición para alcanzar la eternidad. La lucha del cristiano-episcopal es constante y la verdad de Dios facilita la consecución de nuestro ideal haciendo justicia y viviéndola. Hace tiempo superamos aquel viejo y anquilosado modelo judío de la justificación, no es la Ley Mosaica o las acciones solamente es la comunión viva y eficaz entre el hacer, el ser y el creer, aquí el amor es la tangente que expone y alimenta todo lo anterior. Como hijos agradecidos estamos pues llamados a ser parte de la propuesta amorosa de Dios al mundo y un modelo de vida para los que han de creer viendo nuestras acciones y convicciones.

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