PRIMER
DOMINGO DE ADVIENTO. Jeremías capítulo 33 versículos 14-16. Salmo 25: 1-9. 1
Tesalonicenses capítulo 3 versículos 9-13. Lucas capítulo 21 versículos 25-36.
PRIMER DOMINGO
DE ADVIENTO: La
palabra latina Adventus traduce el
término griego parusía, que originalmente significaba presencia, llegada, y
se utilizaba con varios sentidos. En primer lugar, designaban la
manifestación poderosa de un dios a sus fieles, por medio de un milagro o de
una ceremonia religiosa. En el ámbito civil, indicaban la primera visita
oficial a la corte de un personaje importante (un embajador de otro reino,
por ejemplo), con la ceremonia en que tomaba posesión de su cargo y los
posteriores festejos. El término parusía-adviento
también se usaba para referirse a la visita solemne del emperador a una
ciudad, con todo lo que conllevaba: reparto de regalos, banquetes, indultos,
etc. De hecho, en unas excavaciones arqueológicas en Corinto aparecieron unas
monedas con una inscripción que recuerda la visita de Nerón a la ciudad,
denominada Adventus Augusti, y el Cronógrafo del 354 (un calendario de
piedra) designa la coronación de Constantino como el Adventus Divi. Como
la vida religiosa y la civil estaban totalmente unidas, con la llegada del
rey se celebraba la epifanía de un dios en el monarca… Los Santos Padres de la Iglesia comprendieron que hay una
relación profunda entre los deseos de salvación que caracterizaban al mundo
grecorromano y el mensaje cristiano. Si los pueblos deseaban la cercanía de
sus dioses, sin conseguirla, en un tiempo y en un lugar concreto se ha
producido el verdadero adviento,
la parusía, la epifanía de Dios. El
Hijo de Dios ha entrado en nuestra historia y ha revelado su misterio, hasta
entonces inalcanzable para el hombre. En Cristo, Dios ha dado respuesta a
la larga búsqueda de los filósofos y de los hombres religiosos de todos los
tiempos. De alguna manera, Dios mismo sembró en ellos los deseos de encontrarlo,
y los ha satisfecho: Es conmovedor comprobar cómo ya la humanidad anterior a
Cristo vivía anhelando la venida del verdadero Salvador
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El
profeta Jeremías, nos
ilustra sobre la materialización de la auténtica esperanza en el Dios amoroso
que dispondrá de paz para su pueblo y la paz como signo de nuestra perfecta comunión
con su Palabra y esta comunión como tal
se formalizará en el Germen de Israel,
una alusión mesiánica por antonomasia. Cristo
es el Germen de justicia que brilla para la creación y la humanidad. Los
tiempos y sus afanes estarán siempre ante nosotros y la decisión de vivir
conforme al mundo o al propio Cristo es
y será nuestra prerrogativa, aquí se visualiza la libertad de los hijos de
Dios.
Jerusalén
exaltada como ciudad sagrada es figura de la Madre Iglesia como bien dirán
posteriormente los santos PP. de Alejandría. La realidad de
nuestra Fe estará unida inexorablemente a la Voluntad de Dios como signo
inequívoco de salvación para la humanidad. Jerusalén evoca la perfección de la
congregación de los bautizados que se convertirán en el templo mismo del Dios
resucitado. Un templo purificado y en el que el corazón será su único altar
para el amar sin límite.
El Derecho y la Justicia
son fruto de los valores evangélicos que deben alimentar nuestras vidas y acciones
como quiera que el Dios revelado cuenta con nosotros para llegar a más y más
personas constituyéndose en principio de la misión eclesial. Solo de Dios
procede la razón de nuestras obras buenas y solo en Dios tienen plena
significación ya que la Gracia de su Amor nos da el valor para actuar
correctamente. El actuar bien es un compromiso de los bautizados y su aporte
concreto al mundo donde están edificando vida, familia, Iglesia y sociedad. El Germen de Dios es la concretización de sus rasgos antropomórficos como el Buen Pastor,
el Goel, la Vid, el Mesías, el Hijo del Hombre, son algunos de los títulos
mesiánicos que la evolución del profetismo en Israel concede a Cristo el Hijo
del Altísimo.
El
Salmo 25, nos habla de la profunda experiencia de Fe del Salmista que le lleva a confiar
totalmente en Yahveh, y este signo de nuestra confianza en Dios es el primer paso
para establecer una relación salvífica centrada en el amor de Dios y en nuestra
razón de ser como sus hijos adoptivos. La Esperanza es uno des us frutos más
ansiados y vitales en la vida del bautizado, sin ella es difícil esta relación.
Su Justicia nos muestra el camino sin importar nuestros pecados ya que aquí la
razón de Dios es su Amor por la humanidad. El camino que lleva a Dios es parte viva de
su revelación, la humanidad, los
paradigmas de este camino son el amor y la justicia. Una lectura justa de un
mandato de absoluta confianza en su amor y misericordia por nosotros.
El
Apóstol Pablo a los Tesalonicenses, nos amonesta sobre la
necesidad real de configurar nuestras
vidas a la luz de su Palabra, estamos buscando siempre la verdad y la
diferencia entre el bien y el mal y muchas veces el conocer no es acompañado de
una autentica reflexión de valores y espiritualidad y solo queda el
conocimiento que ofrece el mundo y sus relaciones egocéntricas. Somos Imagen de
Dios (Imago Dei) y esta imagen es
auténticamente expresión de la Gracia solo cuando materializamos nuestra Fe en
Cristo y asumimos el reto de vivirlo a plenitud como criaturas nuevas dejando a
un lado la antigua condición pecadora.
Pablo ve con claridad que
la condición de los bautizados es distinta frete a los modelos de éxito del
mundo y sus paradigmas. El pecado se camufla aun en muchas buenas acciones cuando estas pierden su norte
y se convierten solo en expresión humana (visión filantrópica del otro y su
condición). Aquí en el orden de Cristo ya no hay razas, ni pasaportes o
nacionalidades, todos iguales cuya única norma y medida es el amor en nuestras
vidas. Pablo ve la necesidad de acudir a
este mensaje para motivar una respuesta positiva en Tesalónica (Ciudad del
siglo II antes de Cristo). Nuestra Fe es
carta de garantía para entrar en la vida eterna.
El modelo que nos
lleva a la eternidad es el modelo vivido
por Cristo y su absoluta confianza en el Padre Dios. Ya no pesa para el
bautizado la herencia de nuestros primeros padres, ya no pesa su pecado y
sabemos que luchamos contra los pecados personales que durante años hemos
alimentado. Cristo libera y esa es la primicia en nuestros corazones, su amor
es incondicional y su misericordia se siente con fuerza en cada uno de los
bautizados.
La
visión Lucana entra en sintonía con el pensamiento
Paulino, la redención es interpretada como liberación, y una manera tacita es
la manifestación del Hijo de Dios, las enseñanzas del Señor cobran toda su validez como quiera
que el bautizado se compromete con ellas y con ellas anima toda su experiencia
de vida y relaciones en su entorno y espacio vital. Sabemos que nada quedará en
pie, es una manera de indicarnos que
todo aquello que no esté construido sobre el Amor de Dios y su santa Revelación
no tendrá firmeza y mucho menos podrá resistir las consecuencias de sus
acciones. Si nuestras vidas no se edifican sobre la “Roca” que es Cristo entonces cualquier cosa puede pasar y hacer
mucho daño.
El nuevo y definitivo orden está al alcance de todos nosotros pero para
ello la Fe es fundamental como configuración de una nueva condición de ser y existir. Lucas construye su relato
alimentándose de la tradición y viendo en estas oraciones la manifestación de la Esperanza que no solo
tienen los creyentes sino el mundo en un nuevo orden. A diferencia del mundo
(relaciones hostiles) las relaciones cristianas están animadas por la Gracia y
el mutuo Amor que rompe las barreras del egoísmo y el deseo de reinar por sobre otras y otros.
El titulo dado a
Jesús como “Hijo del Hombre” está
siendo usado aquí por Lucas en la perspectiva de su misión mesiánica, es decir,
de manera solemne y formal. Es el Hijo
del Hombre, el Mesías y su presencia es
fruto de la Voluntad salvífica del Padre Dios intimada en su Hijo Jesucristo. El nuevo orden asumido aquí es consecuencia
de la misma creación y en ella la necesidad de la salvación producto del
“pecado original” en términos más que personales cósmicos. La paradoja
final del pecado es la entrada de Dios en nuestra historia tanto personal como
cósmica, recordemos las exclamaciones de Agustín de Hipona: “Oh feliz culpa que nos mereciste tal Redentor”. El pecado sin
querer se convirtió en la más amorosa gracia posible para la humanidad, todo
ello en el Dios de la vida que nos ama al extremo.
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