TERCER DOMINGO DE
PASCUA. Año B. Hechos de los Apóstoles capítulo 3 versículos 12-19. Salmo 4. 1
Juan capítulo 3 versículos 1-7. Lucas capítulo 24 versículos 36b- 48.
El llamado quinto
evangelio nos presenta el denominado discurso paradigmático de Pedro, donde el
bautizado reconoce por boca de este Apóstol a Jesús como el siervo doliente de
Yahveh en la profecía Isainiana y ve en su sacrificio la reparación y
regeneración de nuestra condición dañada por el pecado. Pero con todo ello,
Dios le concedió la absoluta y poderosa glorificación al resucitarle de entre
los muertos. Los términos que asocia Pedro con el resucitado son solo
abrogables a Dios. Recordemos que el propio Dios en la tradición judía es el
Santo. Dux vitae mortuus regnat vivus- o su traducción al español- El que murió
reina. Para Pedro queda claro como para
los cristianos primitivos el término de la pasión y muerte del Señor, ellos
están absolutamente convencidos de esta realidad de índole salvífica y saludan
argumentando la Resurrección del Señor como cabeza y jefe de esta nueva
cosmovisión religiosa. La postura petrina no se limita solo al anuncio también
pide un cambio de actitud que pueda ser coherente con la presencia
transformadora de Cristo en la naciente Iglesia y en cada bautizado.
El creyente está llamado
a vivir según este anuncio de la resurrección del Señor y se ha de convertir en
otro Cristo con la capacidad de materializar en su vida los postulados
trascendentes del evangelio. Los apóstoles como institución son en sí los
primeros depositarios de esta verdad salvífica y por extensión en nuestro
presente, es un legado del bautizado. El paradigma de Cristo es su resurrección,
y el nuestro es Cristo por lo que la resurrección es en cada creyente una
participación de la de Cristo. Pedro ve
la necesidad de ser concordantes con esta verdad y no limitarla solo a las
acciones formales de la Iglesia sino llevarla con nosotros a la misma
experiencia cotidiana. Cristo es tan palpable como nuestra propia materialidad
y lo será en la perspectiva de la vida cuya centralidad es su Palabra. Cristo
no solo derrotó a la muerte y al pecado junto, también a la incredulidad y
dureza de corazón del ser humano en todas sus épocas. La tradición judía no es
ya la tabla de medición de esta naciente Iglesia y su valor en el contexto de
la revelación.
El salmo 4, el Salmista manifiesta aquí toda su gratitud para con su Dios, que dispuso su bien y la forma de vivirlo y percibirlo realmente conectado a su experiencia tanto espiritual como relacional. Es un bello ejemplo de absoluta claridad a la hora de reconocer como Dios es el Señor de la felicidad y la forma como la comparte con sus hijos por adopción. Miremos una muestra de ello:” Sabed que Yahveh mima a su amigo, Yahveh escucha cuando yo le invoco” (versículo 4). La búsqueda de Dios y todo su amor es posible, pero bajo figuras atenuadas, aquí la expresión de Fe toma la delantera y nos recuerda que es Dios y que su majestad no está sujeta a nuestros sentidos sino a su Voluntad Santísima de revelarla. Es también una maravillosa prosa que nos ubica en la dimensión del santo Bautismo y su Gracia. Somos sellados y sobre todo amados por Dios y en su presencia todo es paz y tranquilidad, lo mismo que los discípulos en las apariciones del Señor.
El mensaje Joanico es
bien claro para nosotros, el pecado no es aceptable en la vida y obra de los
bautizados, debemos vivir de forma distinta porque en Cristo somos distintos,
es una primicia presente ya en el libro del Éxodo. Juan está hablando de un
principio de comunión existente entre los bautizados y el resucitado y esta
comunión o vínculo esencial puede ser roto por el pecado que en última
instancia se convierte en la negación del hecho salvífico como tal. Quien peca
no conoce a Cristo por una razón fundamental en Cristo no hay pecado y la
relación es santa con vocación de salvación, esto último, es interrumpido por
el pecado tanto personal como colectivo. “Mirad qué amor nos ha tenido el Padre
para llamarnos hijos de Dios, pues ¡lo somos! El mundo no nos conoce porque no
le conoció a él” (versículo 1). Para Juan el amor de Dios es el nexo esencial
de nuestra salvación, es su paradigma relacional, y une a este la enseñanza de
la Iglesia primitiva gestada en el vientre apostólico. Vivimos bajo el influjo
de la Gracia lo que nos insta convenientemente a vivir como resucitados y no
como presa del pecado y la muerte. El mal simbolizado y casi que antropizado en
el diablo es el contendor de nuestra nueva realidad y la diferencia es clara,
renunciar al pecado. Permanecer en
Cristo es la única posibilidad de vivir de espalda al pecado y a la muerte
definitiva. Juan ve con absoluta claridad las implicaciones de una relación
contraria a la establecida por la Gracia en nosotros. Cuando aparece el pecado
debe aparecer la capacidad de renunciar a él para restablecer esta
comunión/comunicación con Dios.
La visión lucana, de los
signos del resucitado nos lleva de regreso a las lecturas anteriores del evangelio
de Juan. La Corporalidad del Señor es de capital importancia para Lucas ya que
su mensaje se dirige a los griegos y para ellos la construcción racional de la resurrección
no entra en sus categorías intelectivas. Por lo anterior el Señor acude a lo
que ellos están observando y se remite a la experiencia material de su gloriosa
resurrección. Miremos el Texto Sagrado de Tradición: Estaban hablando de estas
cosas, cuando él se presentó en medio de ellos y les dijo: La paz con vosotros.
37. Sobresaltados y asustados, creían ver un espíritu. 38. Pero él les dijo:
¿Por qué os turbáis, y por qué se suscitan dudas en vuestro corazón? 39. Mirad
mis manos y mis pies; soy yo mismo. Palpadme y ved que un espíritu no tiene
carne y huesos como veis que yo tengo. 40. Y, diciendo esto, los mostró las
manos y los pies. 41. Como ellos no acabasen de creerlo a causa de la alegría y
estuviesen asombrados, les dijo: ¿Tenéis aquí algo de comer? 42. Ellos le
ofrecieron parte de un pez asado. 43. Lo tomó y comió delante de ellos
(versículos 36-43).
Lucas nos deja la
sensación (opinión de los Santos PP. de la Iglesia latina) que todo ocurre el
mismo día de su resurrección, si establecemos una cronología no será tiempo
espacial sino vivencial y trascendente. Lucas toca el corazón del creyente en la
misma dirección que lo hizo Juan en la Liturgia de la Palabra del domingo
anterior (II de Pascua). La acción del Señor les recuerda la cotidianidad y
hace de lo trivial un poderoso signo de vida y por ende de presencia de Dios.
Tal afirmación no es relevante ya que la vivencia de los bautizados gira
entorno a la presencia siempre actual del Señor, nadie puede pensar ni por un
minuto que Cristo abandonó a su Iglesia siempre estará con nosotros hasta la
consumación de los tiempos. Las acciones
nuestras son el reflejo de lo que hay en el corazón, con esta expresión Lucana
deja el autor en claro la manera de esta presencia y nos remarca que el corazón
será el habitad prefecto para el resucitado en una comunión de vida ilimitada.
Lo que no tocamos con el alma se diluye en nuestros sentidos.
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