ÚLTIMO DOMINGO
DESPUÉS DE EPIFANÍA. Éxodo capítulo 34 versículos 29-35. Salmo 99. 2 Corintios capítulo
3 versículos 12 y 4 versículo 2. Lucas capítulo
9 versículos 28-36 (37-43ª).
El Libro del Éxodo, nos
presenta las repetidas escenas de la visita de Moisés al monte Sinaí, la figura
que se emplea describe tal acontecimiento con una imagen muy particular y es la
del “rostro” de Moisés que al entrar en contacto con Dios cambia su color, esto
último, como recurso literario se emplea para afirmar la calidad de cuanto
Moisés comunica a su pueblo, es decir, su rostro evoca un signo perdido de la
original condición de la persona humana. También podemos suponer que la Gracia
ocasiona tal fenómeno en el rostro de este israelita criado por faraones. Para
nosotros queda con total claridad que cuando el bautizado vive de cara a Dios
su Fe y vida cristiana lo convierten en una criatura nueva, en este punto de su
existencia capaz de ser testigo creíble de la Resurrección de Cristo entre sus
hermanos. Aquí encontramos el auténtico testimonio que no es otro que una vida coherente
transparentada bajo el signo del Evangelio y todas sus enseñanzas. El pueblo no
puede comprender este fenómeno como en el presente muchos creyentes no conocen
la necesidad de la conversión personal para literalmente “cambiar de rostro
“ante el mundo y sus cotidianidades. La imagen que proyectamos es definitiva y
ella habla sin palabras sobre lo que en verdad vivimos en perspectiva de Fe.
Moisés se atrevió a creer y la consecuencia inmediata fue vista por sus
hermanos. Un cambio de vida comporta un poderoso testimonio de la autenticidad
del mensaje de Cristo y su accionar profundo en nosotros.
El Salmo 99, es un bello
recital sobre la grandeza de Dios y como se revela desde su augusto Trono, Dios
reina y su poder no es mediático como es el poder y fama de los señores de este
mundo. No se trata de un accionar notorio sino de su derecho absoluto como
Señor y Rey de cuanto existe. La Justicia es uno de los atributos de su reinado
y su expresión es perfecta ya que en Dios no hay asomo de injusticia como si
entre nosotros y nuestras sociedades. También evoca la invocación como alabanza
del Nombre de Dios, este rito litúrgico por boca de los sacerdotes y
autoridades del pueblo judío. Hoy la invocación es universal gracias a la obra
misionera de la Iglesia. Dios responde amorosamente y corrige las
imperfecciones de sus hijos como un Padre amoroso debe hacerlo. El Hiponense
afirmó: “Es mejor amar con disciplina que con hipocresía”, estableciendo un
paradigma para los padres y sus hijos.
Pablo en su Segunda Carta a los Corintios, en contrapeso a las afirmaciones y acciones de Moisés nos está hablando sobre la actualidad de los bautizados que están llamados a la eternidad superando las imágenes pasajeras de la manifestación de la Divinidad encarnada en el Señor. Es decir, nosotros no vemos ya bajo el signo del misterio y lo oculto, nosotros somos testigos del amor de Dios en su Adorado Hijo, y ese ser testigos nos debe mover a vivir nuestra Fe como manifestación directa de Dios en nosotros por medio del Bautismo. El creyente debe superar los esquemas del tiempo presente y vivir para Dios en Cristo bajo la guía de Dios Espíritu Santo. Pablo sabe que el bautizado es más que un convidado por derecho de sangre como argumentaron las autoridades de Israel ante Jesús, no somos “hijos de Abraham” somos hijos adoptivos del Padre Dios en Cristo. Debemos pues ser auténticos y dejar que la Gracia entre en nosotros y no solo transforme pasajeramente nuestros estados de ánimo, sino que pueda ella con nuestra ayuda cambiar definitivamente nuestra condición.
El Evangelio Lucano, nos
relata la escena de la Transfiguración del Señor, se desarrolla en un “monte” o
lugar apartado cuya simbología se emplea para designar tanto un estado de
profunda oración y también como un lugar donde se produce algún tipo de culto o
alabanza. Lucas ve aquí una relación directa pero infinitésimamente superior a
la descrita en el Éxodo sobre el rostro de Moisés. El secreto amoroso que Jesús
comparte con sus amigos más cercanos nos indica la profunda estima y sobre todo
la comunión establecida entre ellos con el Redentor del mundo. El cambio
momentáneo de su Rostro Santísimo es una muy amorosa revelación como anticipo
de su condición como Hijo de Dios, una manifestación de esta naturaleza es un privilegio,
pero también una responsabilidad grande de no permitir que por culpa del pecado
se pierda el brillo de la Gracia en nosotros. Quiero ilustrar este punto con
una historia referida a un sueño que vivió Francisco de Asís: “Cuenta
Francisco que estando en oración tuvo
una visión como una especie de sueño, se encontraba delante de un trono
inmenso, bañado de luz y majestad y temeroso se postró rostro en tierra
creyendo Francisco que se trataba del
Trono de Dios, cuando alguien se aproxima y le dice levántate que no estás ante
el Trono del Altísimo sino ante tu propio estrado, es decir, aquí te sentaras
como premio por tu Fe”. Lo interesante de este relato es similar a lo descrito
por la visión Lucana… El creyente no solo tendrá un semblante distinto, sino
que toda su naturaleza será deificada o glorificada por el amor de Cristo en
nosotros.
La eternidad que refleja
el rostro trasfigurado del Señor es solo un abre-bocas de su Reino al que todos
los bautizados son llamados. La Fe como observa Lucas es determinante para poder
construir su Reino en nosotros y en quienes nos rodean, eso es y será un
anticipo de la eternidad. Jesús en la escena de su Transfiguración enseña a sus
discípulos a no permitir que las emociones humanas desvirtúen en si la esencia
de su manifestación y seguimiento. Es fácil impresionarnos por un momento de
oración y alabanza y olvidar que eso que estamos sintiendo lo debemos compartir
con el mundo y sus relaciones, aquí entra la afirmación en espíritu del
Pentateuco: “Sean distintos porque Yo su Dios lo soy”.